El mundo propuesto por Christian Bendayán, con la crudeza de formas y el festín chirriante de los colores, tiene la poco frecuente habilidad de confundir a primera vista, y mostrar ese rostro de la exuberancia tropical y el desborde perpetuo, estridente, que los estereotipos obligan para con los usos y costumbres de la ciudad de selva.
Más allá de la condición de tributaria de las imágenes populares, esas expresiones de carteles, muros, pinturas sin academia, ilustraciones espontáneas, su pintura busca y encuentra los signos más densos y solapados que hurgan en las identidades y los anhelos, las ansiedades y los desencuentros.
Protagonistas privilegiados, sus travestidos de abierta insolencia y demasiada alegría, son personajes que hablan de necesidades desembozadas y relaciones desprejuiciadas. También aluden a formas de rito social y entramados complejos que parecen tejer su espacio solo en función de su simpatía cálida y amistosa, verdadero ropaje de su sentido de afirmación.
Para completar el variopinto desfile, Bendayán acude a la iconografía de mitos y leyendas. La sirena emerge como símbolo excelso, entre romántico y temible.
Sin embargo este ser-pez lleva en sí mismo la autodestrucción de sus deseos: su cuerpo ambiguo le impedirá satisfacerlos. Y en la sirena vieja, desgastada, patética, se encuentra ese germen que vibra a lo largo de toda la serie, un instinto tanático que parece alimentar las carnes y la vibración que surge de los cuerpos representados. Aún en la ternura que pueda asignarse a la pareja, esa sensación de fragilidad, desvarío, incertidumbre, se trasmite a través de cada cuadro.
Sensación que se confirma y subraya en los paisajes citados, tan populares y reconocibles. Ellos ostentan esa misma calidad de exceso que hace intuir el estallido inútil.
A pesar de su juventud, Bendayán es un artista mayor. Hurga más allá de la superficie, muestra lo visible inmediato y desprevenido pero trasmite ese más allá profundo. Su pintura inquieta y desconcierta. Parece divertimento y hasta casi elogio, pero se acerca, con respeto, a la pregunta sobre su razón y su existencia.
Muestra sin juzgar y pide respuesta. Sabiendo que no la encontrará.


Élida Román
Lima, mayo 2007